domingo, 21 de julio de 2013

DIRECTORES: Cecil B. DeMille

El hombre que "inventó" Hollywood
Ashfield 1881 - Los Ángeles 1959

El nombre de Cecil Blount DeMille evoca el gran espectáculo histórico, hasta tal punto de que se le atribuye erróneamente, por ejemplo, la autoría de Ben-Hur. En realidad, DeMille realizó relativamente pocas películas ambientadas en la Antigüedad (seis en una carrera con un centenar de películas), aunque El rey de reyes (1927), El signo de la cruz (1932) o la última versión de Los diez mandamientos (1956) hayan quedado grabadas en la memoria colectiva.


Pero todo ello no debe hacernos olvidar que fue ante todo un maestro de la comedia mundana y, en este sentido, un pionero del cine.

Perteneciente a una familia de artistas (actores y dramaturgos, su hermano William fue realizador y su sobrina, Agnes, una gran coreógrafa), Cecil se beneficia de su apellido y debuta en el teatro como actor y autor para el célebre productor y director David Belasco. DeMille pasa del otro lado de la cámara para filmar uno de sus éxitos teatrales, The Squaw Man (1914), melodrama que cuenta los amores desgraciados de un lord inglés y de una india, ambientada en el Oeste americano (se trata de una variante de Madame Butterfly). DeMille y su correalizador, Oscar Apfel, se trasladan a California, en donde el buen tiempo y la diversidad de paisajes ya había atraído a gentes del cine, entre ellos a D. W. Griffith. DeMille empieza a rodar en un lugar llamado Hollywood. Hasta el final de sus días se vanagloriará de haber sido el primero en filmar allí.

The Squaw Man se convierte en un gran éxito, del que DeMille realiza una versión muda y una versión hablada. Tras esta primera película, los westerns serán predomintantes. DeMille seguirá siendo fiel a este género hasta los años 1940, con Policía montada del Canada (1940) o Los inconquistables (1947). Filmó una docena larga de películas en algo más de un año, sacando partido de los exteriores, pero sin abandonar nunca una cierta teatralidad o una forma de pictorialismo que le son propios. 

Sin embargo, en 1915, The Cheat lo orienta hacia el género mundano. Esta historia melodramática sobre una dama de la alta sociedad, amante de un cruel príncipe birmano, y que no podrá librarse de él más que matándolo, podría parecer arcaica. Pero el tratamiento no lo es en absoluto, pues sorprenden su estilización formal, la inteligencia y el nervio del guión técnico y la viveza de la dirección de actores. Podemos entender el impacto que Louis Delluc y muchos más pudieron experimentar al verlo. Ante ese éxito artístico y popular, DeMille se especializa en la película mundana, oscilando entre la comedia y el melodrama. Para la América puritana, sus películas tienen fama de ser muy atrevidas: las escenas conyugales suelen incluir alguna escena de baño sugestiva, lo que le otorga una fama algo escandalosa. En cierto modo, DeMille también es vanguardista, tanto por los autores que adapta (Schnitzler, del que hace una espléndida versión de Anatole), como por los artistas que le rodean. Por ejemplo, él fue quien impuso a Paul Iribe en Hollywood, sin olvidar los decorados y los trajes de algunas de sus películas. Fue él igualmente quien convirtió a la famosa cantante de ópera Geraldine Farrar en estrella de cine, en películas históricas espectaculares y con una gran dimensión visual (Carmen, 1915; Juana de Arco, 1917; María Rosa, 1916). Utiliza la popularidad de Mary Pickford para justificar la entrada en guerra de Estados Unidos (The Little American, 1917). También crea auténticas estrellas, sofisticadas y sexys: Gloria Swanson, Bebe Daniels o Wallace Reid.

Interesado por la película histórica, adopta sistemáticamente un procedimiento que no dudará en introducir en sus películas mundanas: un flashback, a menudo con intenciones moralizantes, que establece un paralelismo entre la situación presente y un episodio bíblico famoso (Babilonia en Macho y hembra, 1916). También es el caso de la primera versión de Los diez mandamientos (1923), una película de dos entregas: un episodio moderno y después el episodio bíblico a modo de moral paralela. Progresivamente, irá introduciéndose en el género histórico puro, cuyo apogeo en el cine mudo será El rey de reyes

Tras unos principios en el cine hablado que se saldarán con sucesivos fracasos financieros, DeMille vuelve finalmente a fórmulas ya rodadas con El signo de la cruz: baño de leche de burra para Popea, reconstitución de los juegos circenses, etc. DeMille vuelve a ser el cineasta del que todo el mundo habla. Algo que confirmará su extraordinaria Cleopatra (1934), donde volvemos a encontrar a Claudette Colbert, cuya sofisticación es a menudo cercana a la de Lubitsch. Pero deberemos esperar a Sansón y Dalila (1949), uno de sus mayores éxitos, y a su nueva versión de Los diez mandamientos, obra testamentaria, para que regrese al género. Ilustrará con igual brillantez Las Cruzadas (1935) o Corsarios de Florida (1938), la conquista del Oeste (Buffalo Bill, 1936; Unión Pacífico, 1939) o la segunda guerra mundial (Por el valle de las sombras, 1944). En cada ocasión, nos sorprende la permanencia del estilo de DeMille. En cada ocasión, nos sorpende la permanencia del estilo de DeMille. En buena parte de su obra muda, se distinguió por su innovación, hasta que a finales de los años veinte encuentra una forma neoclásica inamovible, que algunos deploran, pero que sin duda alguna atestigua un sentido agudo de la composición dramática y del efectismo.

El mayor espectáculo del mundo (1952), una película inmensamente popular que cuenta los avatares de un circo, es quizás una obra íntima en la que DeMille se retrata a sí mismo bajo la figura de un joven director (Charlton Heston). La moral del espectáculo a cualquier precio que se desprende de esta película puede al fin y al cabo aplicarse a toda la obra del cineasta.

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