domingo, 28 de julio de 2013

DIRECTORES: John Ford

"Me llamo John Ford y hago westerns"
Cape Elizabeth 1894 - Palm Desert 1973

Esta presentación resulta conmovedora por su sencillez, ya que John Ford no ha dirigido únicamente westerns, sino que es mucho más que un artesano del cine de género. Heredero de D. W. Griffith, es uno de los más grandes cineastas americanos.



Hijo de un tabernero de origen irlandés, y menor de una familia de once hermanos, John Ford se ha empeñado siempre en dar la imagen de una vida sencilla. Muy lejos de lo pintoresco, el alcoholismo es el estigma familiar, que golpea tanto al padre y a la madre, como a los hermanos, a la mujer de Ford y a su hija, por no hablar de él mismo. Este conformista sin suerte (amó sin esperanzas a Katharine Hepburn durante toda su vida) era también un intelectual oculto (a su muerte, se descubrió la riqueza de su biblioteca). Prefirió alimentar su leyenda de marino, de bebedor, de fuerza de la naturaleza. Pero el descubrimiento tardío del tormento que escondía detrás de su figura y de su pintoresco parche en el ojo explica la profunda melancolía de su obra. Al igual que su complejidad: demasiado preocupado por ofrecer la apariencia de la facilidad (la cámara a la altura del hombro, el cielo azul ocupando los dos tercios del encuadre), John Ford deja una de las obras cinematográficas más difíces de entender y de explicar.

Llamado por su hermano Francis, que le precedió como realizador, John empieza su carrera hollywoodiense en 1917. La terminará en 1966, tras haber filmado ciento cuarenta películas. En la primera fase de su carrera, muda hasta 1920, realiza de forma exclusiva westerns, creando para el actor Harry Carey la figura recurrente de Cheyenne Harry. Este aprendizaje resulta decisivo: en un espacio de tres años, una treintena de películas, de distinta duración, establecerán un molde original que conformará toda su obra posterior, ya se trate de western o no. Paisajes, personajes (las figuras femeninas en torno a Harry), situaciones (el niño encontrado en el desierto), los iconos (la mujer esperando en el porche), incluso los gestos (el contraposto característico de Harry que Ford impondrá posteriormente a John Wayne).

Durante la década de 1920, el western es objeto de peliculas de serie de bajo presupuesto: Ford, en cambio, no recurre a este género más que para realizar peliculas de prestigio, tanto por los medios como por los temas (El caballo de hierro, 1924, sobre la epopeya del ferrocarril; Tres hombres malos, 1926). Paralelamente, Ford queda fascinando ante la creatividad visual del cine alemán, concretamente con F. W. Murnau (Madre mía, Cuatro hijos, El legado trágico); muestra una vocación expresionista que resulta patente en la forma a menudo muy elaborada de sus composiciones en blanco y negro (El delator, 1935; Prisionero del odio, 1936; Qué verde era mi valle, 1941; Hombres intrépidos, 1940; El fugitivo, 1947).

Durante la década de 1930, Ford no dirige ningún western más. Se convierte en un cineasta reconocido y recompensado gracias a peliculas de guerra (La patrulla perdida, 1934), comedias (Pasaporte a la fama, 1935), reconstrucciones históricas (María Estuarda, 1936) o a numerosas crónicas rurales (Doctor Bull, 1933; Judge Priest, 1934; Steamboat 'Round the Bend, 1935). Dos obras alcanzan casi instantáneamente el estatus de clásicos: El delator (transposición del mito de Judas en el marco de la revolución irlandesa) y La diligencia (1939), que concluye la década con una vuelta al western. Al trasladar el relato Bola de sebo de Maupassanat al Far West, Ford descubre "su paisaje" (Monument Valley) y permite que el género alcance la madurez, aportando él mismo numerosas obras maestras: Pasión de los fuertes (1946); Three Godfathers (1949); la trilogía de la caballería (Fort Apache, 1948; La legión invencible, 1949; Rio Grande, 1950 y Centauros del desierto, 1956).

Actualmente, este último título es considerado como la culminación de una obra que no deja de ser excepcional: la yuxtaposición del hombre y de paisajes inmensos, la fuerza poetica de ciertas imágenes (la puerta que se cierra y que sumerge la pantalla en la oscuridad absoluta al final; John Wayne manteniendo durante una fracción de segundo a su sobrina en el aire cuando la vuelve a encontrar) con vocación universal. Su último periodo, rico en grandes westerns, será como una salva de honor: El sargento negro (1960), Dos cabalgan juntos (1961) o El hombre que mató a Liberty Valance (1962; la reflexión más profunda y melancolía sobre el mito del western que jamás se ha hecho). Al igual que su penúltima película, El gran combate (1964), en la que rehabilita a sus amigos los indios.

Pero Ford sigue siendo ante todo un cineasta ecléctico, cuya humanidad aúna géneros distintos. A él se deben las dos hermosas películas sociales del cine: Las uvas de la ira (1940) y Qué verde es mi valle. El sentimiento de su propio envejecimiento le inspira algunos retornos idílicos a la Irlanda de sus antepasados (El hombre tranquilo, 1952; The Rising of the Moon, 1957) y algunas meditaciones punzantes sobre el paso del tiempo (El último hurra, 1958).

Impertinente, este cineasta a menudo caricaturizado como machista, dedicó su última película, una de las más hermosas, a un grupo de mujeres. Siete mujeres (1965) retoma la situación del encierro que Ford ya había tratado anteriormente, y pone en escena a un grupo de misioneras en la China de la revolución. El cineasta parece quedar retratado bajo los rasgos de la doctora Cartwright (Anne Bancroft), un personaje arrogante y heroico que se sacrifica por la comunidad.

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